Mi abuelo Joaquin

Tuesday, March 25, 2008

Hoy mi abuelo habría cumplido 85 u 86 años, nunca supe su edad exacta. Él decía que había nacido en 1921, pero su DNI afirmaba 1920, aunque, según parece, mi bisabuelo (su padre), otro Joaquín de esta historia, perdió o hizo desaparecer sus documentos tras la guerra civil española para protegerle. Mi abuelo se fue a la guerra como voluntario republicano en lo que se llamó "la quinta del biberón", porque eran chavales de 15/16 años como los que yo tengo en clase ahora. Así que, al acabar la guerra como perdedor, herido (estuvo mucho tiempo en un hospital en una ciudad del norte y su familia no supo de él durante muchos meses) y conseguir regresar a Elche, si se hubiera descubierto que había ido voluntario, podría haberse tenido que enfrentar a la cárcel o a algo peor. Mientras que si había nacido un año antes, como le tocaba por edad marcharse al frente, no pasaba nada. Por eso se perdieron los documentos. Mi abuelo jamás hablaba de la guerra, aunque sí de la mili en Zaragoza, que le tocó hacer al acabar la contienda.

Desde los 8 hasta los 26 años, prácticamente viví con mi abuelo, pues él vivía con mi tío en el piso de en frente y pasábamos los veranos y las vacaciones juntos en el chalet de Perleta. Como el día de San Joaquín y Santa Ana es el mismo (26 de julio), celebrábamos en familia ese día en el que mi abuelo, mi tío y yo compartíamos santo. Y, como mi cumpleaños es el 1 de septiembre, que todavía estábamos de vacaciones de verano, seguíamos en Perleta.

Mi abuelo solía entrar en mi habitación con un jarrón con flores cortadas del jardín, yo me hacía la dormida, y él las dejaba en mi mesita de noche para que las viera al despertar. Años antes, cuando era más pequeña y aún vivíamos en Badalona, cuando veníamos a Elche en verano él me hacía chocolate con leche antes de irse a trabajar y luego mi madre lo calentaba cuando me despertaba. Nos daba todos los caprichos a mis hermanos y a mí, sus únicos nietos.

En mis años de colegio, me tocaba hacer gimnasia a las 3 de la tarde los viernes. Siempre he odiado la educación física y mucho más los viernes a las 3 de la tarde. Por eso, mientras corría por la pista, pensaba que, por suerte, esa noche hacían el Un, dos, tres y nos pasaríamos a casa de mi abuelo a verlo en la tele en color, ya que nosotros sólo teníamos tele en blanco y negro. Y mi abuelo sacaría galletas, dulces, turrón si era época navideña, y nos lo pasaríamos bomba. Lo mejor de los viernes era ver el Un, dos, tres en casa de mi abuelo.

Cuando cumplí 18 años, quería hacer algo especial para celebrar mi mayoría de edad y le pedí a mi abuelo que me llevara al bingo. A mi abuelo le encantaba el bingo, los juegos de cartas y las loterías de todo tipo. Cuando ganaba a las cartas nos llamaba para que fuéramos a ayudarle a recoger el premio en el bar de la Comisión de fiestas del barrio: casi siempre botellas de detergente, suavizante o aceite de oliva. Así que allá que nos fuimos los dos, la primera y la última vez que he entrado en un bingo. El portero, que conocía de vista a mi abuelo, preguntó si era su hija y yo lo dejé mal, porque dije que era su nieta. Mi abuelo, que era bastante coqueto, habría contestado que sí, si no me hubiera adelantado yo. Lo siento, pero si no, mi padre, ¿qué? Mi abuelo conservó siempre el pelo negro, ya gris al final de sus días, lo cual le hacía parecer 15 o 20 años más joven. Perdimos, claro, y allí el dinero iba que volaba, así que, a las dos partidas le dije que nos fuéramos.

La última vez que jugó a las cartas, lo acompañé yo a la Comisión de fiestas. Estaba bastante mal y al día siguiente ingresó en el hospital, en el que murió a las tres semanas. Pero quería jugar a cartas y yo no le iba a negar el gusto. Así que nos fuimos los dos del brazo, como dos novios, y andando muy despacio, lo cual me hizo pensar que debía de estar grave, un hombre tan vital como había sido él siempre. Lo dejé allí y le dije que luego iría a recogerle, pero después lo trajo un vecino en coche.

En el hospital yo intentaba estudiar para los exámenes del máster de traducción que hacía por entonces y él se preocupaba porque pensaba que, por su culpa, no iba a estudiar bien. Hablamos un montón, más de lo que habíamos hablado nunca, y nos dio tiempo a despedirnos sin que ninguno de los dos dijera "adiós" jamás, porque no íbamos a reconocer que nos quedaba poco tiempo de estar juntos. Yo llevaba meses escribiendo un trabajo de Traductología sobre el último cuento de Dubliners, de James Joyce, que, por ironías del destino, se llama The Dead, Los muertos, en la traducción española. El día en que murió mi abuelo, yo tenía que ir a la universidad a entregar el trabajo y hacer un examen oral sobre ello. Podría haberlo cancelado, pero pensé que a mi abuelo no le habría gustado saber que cambié un examen por él. Así que fui y saqué un 9'5 (10 es el máximo).
En los dos últimos años, las oposiciones han empezado el 25 de junio, el aniversario de la muerte de mi abuelo, y yo, mirando su foto, la última foto suya, que le hice yo dos meses antes de morir, la que tengo siempre en la estantaría e, incluso, me llevé a Valencia cuando vivía allí, le he dicho: "A ver si acertamos el bingo esta vez", ya que en el primer examen se sortean con un bombo de bingo dos temas entre los 69 que hay que estudiar y de esos dos, tienes que escribir sobre uno. La verdad es que no han salido malos temas, pero podrían haberme salido mejores, y siempre vuelvo a casa a decirle a mi abuelo: "Abuelo, afina más, afina, mueve las bolas para que me toquen las buenas, que así, no voy a aprobar las oposiciones en la vida". Pero sé que un día a mi abuelo y a mí nos tocará el bingo, ya tiene que estar cerca.


Autora: Amelche (Ana M. Alonso)

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